Ya el día anterior me lo había planteado: quiero llegar al límite del esfuerzo sobre una bicicleta, ver hasta donde soy capaz de llegar. El caso es que aquel 28 de julio, sábado, me puse el culotte, el maillot y rumbo a Turón, fui recorriendo los primeros kilómetros. En solitario, porque para competir, mejor contra uno mismo, ya que de esta manera uno descubre donde están los límites humanos propios. Subiendo por Urbiés a un buen ritmo, culminé esa primera ascensión a una estimable velocidad superior a los 22 km/h. Se trataba ahora de ir cubriendo kilómetros con regularidad. Hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo intentas combatir el cansancio adaptándote a la bicicleta de la mejor manera posible: imaginándote una canción, entreteniéndote con el paisaje. Todo vale para ir llenando la alforja de más y más distancia. La vuelta atrás no estaba escrita en el itinerario aquel día. Cuando llego a Campo de Caso, paro por primera vez para llamar a casa, pero no encuentro cobertura. Me incorporo a la ruta, ya en plena ascensión al puerto de Tarna, una subida eterna y que aquel día me pareció el mismísimo Tourmalet. Allí, entre los árboles voy vomitando esfuerzo, sudor y casi alguna lágrima. Casi sin fuerzas, con 4 horas de pedaleo, 90 kilómetros y dos puertos duros como son la Colladiella y Tarna, llego a la cima. Y allí mismo me paro para recuperarme y volver a llamar, para contar lo que me queda por delante, porque hacia atrás no pienso ir. Y, vaya, aún no hay descanso, aún no he llegado a la cima, porque Tarna no se acaba si quieres volver por San Isidro. Continúa durante tres kilómetros más. Y eso, cuando ya vas al límite se nota, por mucho que sus rampas no lleguen ni al 5%. Cuando llego a esos 1625 metros del puerto de las Señales, al fin, y tras más de 40 kilómetros de ascenso intermitente, afronto el descenso, el descanso. Vuelvo a parar, para llamar, para coger agua y para coger fuerzas para lo que se me viene encima: San Isidro. Mejor dicho, 15 kilómetros de fuertes repechos que, a estas alturas, hacen mucho más daño que la continuidad de las rampas. Aquí voy, en San Isidro, con más de 100 kilómetros, agotando el agua y con las fuerzas ya muy castigadas, arrastrándome sobre el asfalto. Ciertamente, ha sido el puerto más duro que he subido. Cuando me cruzo con unos excursionistas al final de la subida, la alegría por ver el cartel de San Isidro mezclado con el rostro que llevo totalmente desencajado, creo que les produjo una sensación cercana a la que se genera cuando te cruzas con un ser fantasmagórico. Casi gritando, tensando los brazos, levantándome del sillín para impulsar lo más posible la bicicleta, culmino San Isidro. Ya sólo me quedan 50 kilómetros, siendo ya muy favorables.

Cuando finalmente llego a la meta, llego a Pola , miro el cuentakilómetros: 171 kilómetros, más de 7 horas y media de tiempo contado, 8 horas de tiempo real, algo más de 22,5 km/h de velocidad media. Dios, 171 kilómetros. Claro que algunos han hecho más. Claro que otra vez había hecho más. Pero esta vez había competido contra mí: la mejor forma de saber cuál es el límite del esfuerzo.